La Tierra del Pan
El dragón
estaba dentro de su cueva, pero no era un miserable agujero excavado en la
tierra, aunque en los orígenes sí que lo fue.
Ahora la
caverna era de proporciones colosales, sus paredes bañadas en espesas capas de
oro resplandecían de modo cegador, y en cuanto al suelo, resultaba imposible
vislumbrar un solo espacio vacío, pues las monedas de oro se amontonaban por
doquier.
El poderoso
dragón dormitaba, mientras esperaba recibir a su invitado, un alquimista
llegado del país más grande de la tierra, que respondía al nombre de Rasputín.
Rasputín el
alquimista, fue escoltado hasta la presencia del dragón, un dios que había
bajado de los cielos para gobernar a todos los habitantes de China, y tal vez
del mundo también.
Los sabios y
ancianos del consejo de China estaban disgustados, porque el dragón al que
habían criado con tanto amor y tanto esmero desde un huevo, había crecido ya
demasiado y se había vuelto excesivamente avaricioso, poderoso y soberbio.
Los huevos
de dragón, tienen cascara de oro o de diamante pulido, y yacen en las
profundidades de la tierra, cerca del calor del núcleo, y a veces salen al
mundo con las erupciones de los volcanes, entremezclados con el magma. Cuando
un dragón adulto ve cercana su muerte, vuela muy alto, más allá de la cúpula
celestial y se torna en una estrella, para brillar por siempre sobre las
cabezas de los efímeros y frágiles humanos.
Los guardias
de la cueva vestían relucientes armaduras de acero pulido y sus ojos rasgados,
junto con sus rostros inexpresivos, les conferían un aspecto indescifrable para
cualquier occidental, pero no para Rasputín. Los ojos grises del lobo se
clavaron en su carne, hundiéndose lentamente hasta alcanzar los entresijos más
ocultos de su alma y de sus pensamientos.
La sombra
del dragón era alargada y las antorchas de la gran caverna ardían con poderosa
determinación. Los dos guardias que escoltaban al alquimista se pararon en el
marco de la puerta, y Rasputín también, hasta que el dragón le hizo un gesto
con su gran zarpa para que se acercase.
Los dos
seres dibujaron sonrisas terroríficamente amables en sus bocas, y el
alquimista, que se veía realmente pequeño al lado del gran dragón, estrecho su
mano con la zarpa del gran dios terrenal.
—Te doy la
bienvenida a China, Rasputín el alquimista —dijo el dragón.
—El águila
es vieja y está enferma, si osa desafiarme la quemare sin compasión —dijo el
dragón.
—¿Ves esa
caja? En ella guardo su alma —dijo el dragón.
—¿Aun sigues
tratando de convertir el plomo en oro…o la carne en pan? —dijo el dios reptil,
al tiempo que mostraba al visitante todas sus riquezas.
El niño
ucraniano caminaba con alegría, y no podía ser de otro modo, porque su corazón
era joven y estaba lleno de ilusiones.
«Mi mamá me
ha regalado un libro muy bonito, con muchas páginas en blanco, en donde
escribir la historia de mi vida»
Mientras se dirigía hacia la escuela, pensaba en todo lo que escribiría en su precioso libro de páginas blancas. Muchos otros niños caminaban en la misma dirección y todos tenían sus libros, con su nombre escrito en la portada, a puño y letra de Dios. Eran pájaros, inocentes y libres, volando con alegría con sus pequeños pies a modo de alas sobre un cielo de tierra, pero un monstruo ciego los contemplaba desde la distancia.
El jinete lucía una sonrisa eterna de calavera y las oquedades donde en un pasado hubo ojos, eran ahora dos profundos pozos negros de lágrimas olvidadas. Con gran fuerza sujetaba en su delgada y afilada mano una hoz de hierro oxidado y en la otra, un pesado martillo de acero. El caballo que montaba parecía muy enfermo, de su boca salían moscas y avispas y su vientre hinchado era un saco mohoso lleno de carne podrida repleta de gusanos.
El viento del Este, entre gemidos lejanos, prevaleció y se hizo escuchar, y ordenó al caballo lo que debía hacer. La bestia obedeció de inmediato, iniciando el trote primero y el galope después, emergiendo de las sombras en las que se escondía y adentrándose con desvergüenza sobre la llanura de un país que no era el suyo. Mientras corría las pezuñas del animal se clavaban con fuerza en la piel de Ucrania y la hacían sangrar, al mismo tiempo, los clavos de las herraduras se hundían cada vez más en sus resecos e insensibles pies.
Las hojas blancas de los libros, vidas por vivir, se las llevó el viento del Este, arrancándolas con repentina violencia de las inocentes y pequeñas manos infantiles de toda una generación. Una voz cruel se deslizaba venenosa entre los gases de la atmósfera.
Tras el primer jinete, llegaron muchos más, todos ellos poseedores de almas muertas y descarnadas. Entraron en ciudades y pueblos y comenzaron a robar a los niños, metiéndolos dentro de los estómagos de los caballos o en sacos de áspera tela. Los diablos usaban sus hoces y martillos para cortar y aplastar las cabezas y los cuerpos de todo aquel que se interpusiera en su camino.
Los cortes eran anárquicos y crueles y nacían de movimientos firmes, robóticos y precisos. De nada servía suplicar compasión, porque los jinetes eran sordos, ciegos y mudos, y obedecían ciegamente las últimas palabras que habían escuchado antes de morir como hombres y que resonaban eternamente en bucle infinito dentro de sus sesos.
Para comer a los niños los caballos abrían enormemente sus bocas, desencajando sus mandíbulas igual que serpientes y más tarde los vomitarían delante del molino, para hacer el pan del dragón. Porque la carne de los niños, era el trigo.
Los jinetes iban acompañados en su invasión por un ejército de hombres mortales, hijos de mujeres rusas. Las calaveras contemplan con sus sonrisas eternas como los vivos se mataban unos a otros, y veían bien aquella matanza pese a no tener ojos, aunque los vivos parecían no poder ver nada.
Las bombas
se precipitaron desde los cielos, estallando con fuerza y reduciéndolo todo a
polvo. El horror había salido desde los libros de leyenda y se había tornado en
realidad. Desde Europa, gente estúpida y cobarde sacaba pecho de imaginaria
valentía o frivolizaba sobre la matanza. En el calor de sus hogares y con el
estomago bien lleno, porque los gritos de sufrimiento y muerte aun se
escuchaban lejanos, y cuando se escuchasen cerca, los tres monos se taparían
los ojos, los oídos y la boca. Matar a un niño no es un crimen. La humanidad
así lo ha decidido.
Tanta sangre se derramó, que se formó un gran río rojo, el cual movería las piedras del molino para moler el trigo.
Con la carne de los niños se haría el pan para el dragón y con el papel de los libros se alimentará el fuego de los hornos en los que se cocería el pan. Los niños serían el trigo, porque para eso habían nacido.
Rasputín se arrodillo ante el dragón, agacho la cabeza y alzo los brazos, ofreciéndole con una mano las llaves de Rusia y con la otra el pan de Ucrania.
El dragón acaricio la cabeza de Rasputín, y acepto gustoso sus regalos.
Ondearon las banderas rojas por la victoria, teñidas con la sangre de los muertos, y algunas hojas de libros, rotas y resquebrajadas, que se habían salvado del fuego, se las llevaron los vientos hacia el oeste, tal vez para escribir un nuevo comienzo.
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