El Gigante Rojo

El dictador colocó su pequeña mano pálida sobre la gruesa piel de acero del gigante, lo hizo en la zona de la mejilla. Percibió una superficie muy fría, no solo por ser de metal, sino también porque la criatura llevaba más cuarenta años muerta, y expuesta a las inclemencias más hostiles del clima ruso.

Acercándose al gigante, el dictador le susurro algo al oído. Sus palabras se deslizaron rápidamente como serpientes por el conducto auditivo del robot, para cobijarse, venenosamente enroscadas, en los recovecos profundos y oscuros de su mente.

La urna de cristal en que reposaba la momia de acero, y que en un principio le había servido de efectiva protección contra las hostilidades del mundo, se había resquebrajado en mil pedazos. 

Con la caída de la Unión Soviética, muchas grandes obras se habían derrumbado por falta de mantenimiento, porque la fragilidad caracteriza a las creaciones del ser humano, incluso siendo colosales, si se las compara con la poderosa obra de Dios. 

¿Acaso se hunden las montañas o se apagan las estrellas? Por supuesto que lo hacen, aunque tras haber gozado de existencias casi infinitas, si se las compara con la insignificancia de todo lo que rodea a las creaciones de la humanidad.

Sobre la piel de metal apenas se podía apreciar el color rojo original de la criatura, desgastado por el paso del tiempo y cubierto por espesas capas de nieve, hielo y escarcha. El rojo original, revolucionario, alegre y poderoso, era ahora tan solo una sombra miserable y desdibujada de lo que había sido en su apogeo. 

El Golem era, sin duda alguna, la creación más ambiciosa de la Unión Soviética. Los mejores hombres de ciencia de la nación, poseedores de las mentes más brillantes y preclaras de la época, y profundamente comprometidos con el partido, habían sido los orgullosos responsables de la existencia de tan asombrosa criatura. 

No sólo ciencia, sino también magia, habían sido precisas para insuflar vida al corazón de hierro del Golem. Los algoritmos para manejar el pesado cuerpo del ser, habían sido escritos en interminables ristras de papel, de kilométrica longitud, en lenguaje binario, en forma de diminutos agujeros perforados en el pergamino. 

Todos esos rollos de papel se hallaban encerrados ahora dentro de la cabeza del gigante, cuidadosamente enrollados, esperando ser leídos e interpretados por la circuitería cerebral de la criatura. 

El moderno lenguaje informático, no sólo codificaba instrucciones y programas, sino también plegarias, para invocar a las fuerzas del más allá, porque el Golem era un hibrido entre la ciencia y la magia. Tal vez en épocas posteriores la ciencia pudiera por si sola traer al mundo máquinas de complejidad semejante, pero en el momento de la fabricación del Golem, el único modo de hacerlo era conjugando la matemática y la brujería.

Tras décadas de abandono, el gobierno ruso había vuelto a mostrar interés por el gigante y había invertido ingentes cantidades de dinero en tratar de revivirlo. Prueba de ello eran los gruesos tubos y cables, que se conectaban al cadáver del coloso de acero. 

Tanto cables como tubos, se ramifican como raíces hasta lo indecible, a medida que se alejaban del ser. Electricidad y sangre era lo que precisaba el cuerpo inerte del Golem para volver a la vida, levantarse y caminar. Esos tubos y cables tenían por objetivo proporcionarle lo que precisaba, igual que lo hace la placenta de la madre cuando nutre al feto. 

Las centrales nucleares trabajaban sin descanso para generar la electricidad, y los tubos ya traían la sangre y las almas de los derrotados en la primera gran batalla, de la tercera guerra mundial. Porque se precisaba de mucha sangre y muchas almas, y eso solo puede darlo una gran guerra. 

Cuando la sangre y la electricidad fuesen suficientes, con ayuda de la magia y miles de almas esclavas, el gigante rojo se levantaría de nuevo. Tomaría en la mano, con gran fuerza, sus herramientas forjadas en la industria moderna y marcharía sobre Europa, aplastando con el martillo los cobardes corazones y segando con la hoz las cabezas ignorantes de los traidores al Estado.

Cuando ya nadie osase desafiar su poder, el Golem recogería la cosecha de la victoria y se la presentaría en bandeja de plata al dictador. El dictador, el guía, el que porta la antorcha de fuego en medio de un frio universo de oscuridad, para alcanzar la cúspide del Olimpo de los dioses. Para que el eslabón perdido, que une al animal con el dios, sea un dios.

Los brujos, tapados con capuchas negras, alzaron sus escuálidas manos de delgados dedos, coronados en afiladas uñas grises, embadurnadas en metal, al cielo celestial. Entonaron un cantico siniestro, hacia los cientos de pequeñas hogueras que ardían en torno al del Golem, formando un círculo perfecto a su alrededor. 

Entre tanto las centrales nucleares de toda Rusia funcionaban a pleno rendimiento para enviar más y más electricidad al cuerpo metálico del gigante rojo, ciudades enteras se apagaban, porque el despertar de un dios lo exige todo. Las almas y la sangre fluían generosamente por los tubos, igual que la vida por las venas de un niño, y los brujos, con los ojos en blanco vociferaban cada vez más fuerte. 

El cielo se vistió de luto y las nubes negras se retorcieron grotescamente sobre sí mismas. Una brisa fría, tan fría que quemaba la piel y la hacía despegarse de la carne, llegada desde las mismas entrañas del infierno, comenzó a azotar los rostros de los presentes.

Los sacerdotes, reunidos en torno a la hoguera, comenzaron a levitar, sus cuerpos flotaban y ascendían como globos. El cielo paso del color negro al rojo, y un poderoso relámpago se desplomo desde las alturas, impactando de lleno contra el cuerpo metálico del gigante, que ahora sí que era rojo. De un rojo impoluto, nuevo, intenso y brillante como mil soles. El metal que recubría su cuerpo lucia  como recién salido del vientre de la  fábrica. 

Los brujos dejaron de levitar y sus cuerpos se precipitaron desde gran altura, muriendo en el acto algunos o quedando dolorosamente destrozados muchos otros, a causa de la aparatosa caída. Se pudo escuchar nítidamente el sonido de huesos partiéndose y de tripas reventando, todo acompañado de agudos chillidos, similares a los de la ratas que mueren.

Apenas unos segundos después, el gigante se levanto torpemente, tambaleándose al principio, igual que un animal recién nacido. Se arranco las tuberías y los cables, y los arrojo al suelo con desdén. Sus ojos brillaban como dos antorchas recién encendidas y buscaron de inmediato el choque con la mirada del dictador. Ambas miradas se cruzaron y se abrazaron con pasión, la del padre y la del hijo. 

El gigante rojo se dirigió hacia el dictador, aplastando en su camino lo que quedaba del maltrecho cuerpo de uno de los sacerdotes, que se arrastraba dolorosamente por la blanca nieve, dejando tras de sí un reguero de sangre.

Los pasos del coloso hacían retumbar los cimientos del mundo y dejaban tras de sí profundas huellas ensangrentadas en la nieve. 

El Golem abrió la boca y hablo. Repitiendo exactamente las mismas palabras que el dictador le había susurrado al oído, porque aquellas palabras habían sido la semilla y ahora florecía la flor. Eran las mismas palabras, pero vestidas de un poder inimaginable. El padre sonrió, y brillaron sus ojos de alegría, pues estaba profundamente orgulloso del hijo, inmortal, que perpetuaría por siempre el dogma del partido.

Aullaron los lobos con tristeza, bajo la luz de la luna y las estrellas. El gigante rojo emprendió el camino hacia su futuro, con el dictador subido a sus hombros.


Comentarios

Entradas populares de este blog

La Tierra del Pan

Banquete de caníbales